“Lejos de circunscribirse a las relaciones interpersonales, la seducción se ha convertido en el proceso general que tiende a regular el consumo, las organizaciones, la información, la educación, las costumbres.”

Gilles Lipovetsky. La era del vacío.

21 mar 2011

LOS SOFISTAS

En los sofistas vuelve a aparecer un nuevo tipo de filósofo: el ilustrado social, erudito e intelectual al mismo tiempo. El sofista no procede ya de la aristocracia, como la mayoría de los filósofos más antiguos y también Platón, y ofrece, por tanto, sus servicios a cambio de unos honorarios. Como maestro profesional ambulante, instruye a los hijos de la clase alta en el arte de defender con éxito sus intereses y
opiniones en los órganos de la democracia: la asamblea popular y los tribunales, pues todavía no existen los abogados. Los sofistas, extranjeros sin derecho de ciudadanía, son vistos a menudo en Atenas con desconfianza y menosprecio. Por otra parte,
bastantes de ellos se hacen ricos y famosos.
Cinco innovaciones, al menos, tienen su origen en los sofistas. En primer lugar, se enfrentan al reto de su época —los cambios estructurales sociales y políticos— y plantean nuevas preguntas en función de ese reto. Si el cosmos había sido el centro del interés hasta entonces, ahora lo es el ser humano, sus palabras y sus actos, su vida en común y la legitimación del poder político y, en particular, su capacidad de conocimiento. Según Cicerón, Sócrates fue «el primero que hizo bajar la filosofía del cielo, la asentó en las ciudades y la introdujo, incluso, en las casas, obligándola a preguntar por la vida, las costumbres, el bien y el mal».
En realidad, ese cambio de temas se lo debemos a los sofistas—después de iniciado en una primera fase por Heráclito—. También Sócrates está relacionado con su movimiento ilustrado, que saca a la filosofía de una comunidad estrecha y la lleva a la plaza pública.

En segundo lugar, los sofistas desarrollan una nueva relación con el lenguaje y descubren el carácter «agonal» («combativo») del discurso, dirigido a hacer triunfar la opinión propia. Para esta faceta, que considera la lengua como instrumento de poder, desarrollan el arte de la retórica y la argumentación. En este sentido se interesan —en tercer lugar— por la estructura y la «esencia» del lenguaje.
Practican una filosofía del lenguaje preguntándose, por ejemplo, si las palabras adquieren su significado por naturaleza (physei) o por convención (nomōi), por costumbre y acuerdo. Al plantear esas mis­mas cuestiones sobre los asuntos de la convivencia formulan —en cuarto lugar— la alternativa decisiva para la reflexión moral: la mo­ral y el derecho, ¿existen por naturaleza («derecho natural»), lo que les daría una validez universal—para todas las personas y todos los tiempos—, o son solo producto de convenciones, lo que nos llevaría al relativismo y el escepticismo moral? El hecho de que la moral y el derecho protegen el bien común y la unidad del Estado (polis) habla en favor de la primera interpretación; en cambio, los debates sobre
puntos de vista morales y políticos y la circunstancia de que las democracias cambien sus leyes tradicionales y los distintos pueblos tengan costumbres diferentes aboga por la segunda.
Según Protágoras (481- 411 a. C), el sofista más importante, el hombre, ser imperfecto, tiene por naturaleza una predisposición social y moral. En cambio, Gorgias —que, al parecer, alcanzó la edad de ciento nueve años (483-374 a. C.)— defiende el derecho del más fuerte, al igual que Trasímaco y Calicles, contemporáneos de Sócrates, mientras que Antifón e Hippias afirman que todos los seres humanos son iguales por
naturaleza. Pero de ese principio no extraen la consecuencia democrática de una igualdad legal y política.
Si se entiende la retórica como mera técnica, se puede intentar convencer al oyente de cualquier opinión. Un arte así, encaminado a la disputa (erística), halla su correspondencia en un relativismo del conocimiento complementario de un relativismo y un escepticismo morales. Protágoras resume ese relativismo en su famosa frase: «El hombre es la medida de todas las cosas; de las que son, en cuanto que son, y de las que no son, en cuanto que no son». Ahí reside —en quinto lugar— el reto radical que se plantea a los futuros filósofos: ¿cómo se pueden hacer afirmaciones universalmente válidas a pesar de las objeciones de los sofistas?