“Lejos de circunscribirse a las relaciones interpersonales, la seducción se ha convertido en el proceso general que tiende a regular el consumo, las organizaciones, la información, la educación, las costumbres.”
Gilles Lipovetsky. La era del vacío.
26 mar 2011
SÓCRATES
67. El escepticismo y el ateísmo, frutos de las pasiones y del espíritu de sofisma, iban desfigurando la filosofía de una manera lamentable; y a la sombra de las malas doctrinas se corrompían las costumbres y se minaban los cimientos de la sociedad. Convenía, pues, que apareciese un hombre extraordinario capaz de oponerse a tantos estragos, y que pudiese llenar su objeto no sólo por la elevación de sus ideas, sino también por las cualidades de su carácter. Este fue Sócrates. Nació en Atenas en 470 antes de la era vulgar, y murió en el de 400, condenado a beber la cicuta.
68. El nombre de este filósofo ha pasado a la posteridad como un modelo de juiciosa templanza en las investigaciones y de moralidad en la conducta, y sea cual fuere la exageración que en las narraciones se haya podido introducir, siempre resulta cierto que Sócrates ejerció grande influjo en la dirección de la filosofía griega y que su fama fue respetada en los tiempos posteriores, triunfos que no se alcanzan sino con calidades eminentes.
69. La presunción de los sofistas, que pretendían hablar de improviso sobre todo, halló un correctivo en la modesta expresión del filósofo de Atenas: una cosa sé, y es que no sé nada. Los que se burlaban de Dios, de la religión y de la moral encontraron un freno en la doctrina de Sócrates que, apartando la consideración de lo demás, ponía la perfección de la filosofía en el conocimiento y culto de la divinidad, en el arreglo de la conducta y en prepararse para recibir en otra vida el premio de las buenas acciones.
70. Se dice que Sócrates tenía un genio familiar, doemon, con quien estaba en comunicación frecuente. ¿Era impostura? ¿Era ilusión? La impostura no parece propia de un hombre que profesaba doctrinas tan severas, y aunque haya en favor de tal sospecha el ejemplo de otros célebres personajes de la antigüedad, esto no es bastante para admitirla. La buena fama de los hombres es siempre respetable, siquiera hayan vivido en tiempos muy remotos. Un filósofo que de tal modo se concentraba en la meditación de las verdades morales, de la suerte del alma en la vida futura y sus relaciones con la divinidad, no es extraño que cayese en la ilusión, creyendo que eran inspiraciones de un genio los productos de su viva fantasía y reflexión profunda.
71. El método de Sócrates era conforme a sus principios: enemigo de cavilaciones, se dirigía especialmente al buen sentido de los oyentes empleando la forma de diálogo, que aproxima la discusión filosófica al trato común de la vida. En su tiempo como en el nuestro, no faltaban filósofos que, orgullosos de su razón, despreciaban el sentido común. Sócrates les enseñaba con su ejemplo que no es buena la filosofía que empieza por ponerse en contradicción con las ideas y los sentimientos del linaje humano.
72. El mismo comparaba su método de enseñanza a un auxilio para el alumbramiento intelectual; no creía producir las ideas, sino sacarlas de donde estaban, ayudarlas a nacer. Este método se ligaba con sus doctrinas ideológicas, pues opinaba en favor de las ideas innatas, diciendo que pensar era recordar. Apoyaba su doctrina con el ejemplo de los niños, a quienes se puede ir enseñando le geometría con sólo procurar que desenvuelvan reflexiva y ordenadamente sus ideas sobre las figuras que se les vayan ofreciendo. Así es que sin consignar principios generales ni establecer teorías, se dirigía a sus oyentes haciéndoles alguna pregunta; según la respuesta, preguntaba de nuevo, excitando y dirigiendo la reflexión de su discípulo hasta que le conducía a la verdad deseada; con lo cual conseguía que el amor propio no se sintiese humillado teniendo que recibir doctrinas ajenas, antes experimentase una complacencia al ver cómo salían de su propio seno las verdades que aprendía.
73. En medio de la humildad de su discusión, sabía emplear Sócrates una dialéctica contundente. Al disputar con los sofistas, confesaba su propia ignorancia; y como éstos creían saberlo todo, se adelantaban fácilmente a exponer con extensión sus doctrinas. Sócrates los oía, notaba los puntos flacos, las contradicciones, y tomando la palabra, los llevaba gradualmente adonde quería, cubriéndolos de vergüenza. Esta sabía hacerla más abrumadora con su finísima ironía.
74. Sea cual fuere el concepto que se forme sobre el método socrático, es preciso reconocer un hecho que le abona, y es el que produjo hombres eminentes. Veremos en lo sucesivo que la filosofía griega recibe en la escuela de Sócrates un fuerte impulso que la levanta a una altura antes desconocida. No cabe duda en que una gran parte de este mérito se debe al filósofo de Atenas, aunque no sería justo exagerar las cosas hasta el punto de atribuírselo todo. Sócrates fue discípulo de Archelao, y éste lo había sido de Anaxágoras, filósofo eminente, que trasladó a Atenas las doctrinas de la escuela jónica. Es preciso no olvidar estas circunstancias para no perder de vista el hilo que une la filosofía de Occidente con la de Oriente. No ignoro que Anaxágoras cultivó especialmente la física, y Sócrates la moral; pero ya hemos visto que la escuela jónica había estado en íntimas relaciones con las de Oriente, y que el estudio del mundo corpóreo no le hacía olvidar el del orden espiritual; del Oriente recibió el Occidente las doctrinas sobre el espiritualismo, la providencia, la vida futura y la inmortalidad del alma en una mansión de premio o castigo.
PLATÓN
75. Ningún filósofo antiguo ha llegado a reputación más alta que Platón: el sobrenombre de divino expresa bastante la admiración tributada a su genio. Nació en Atenas, según unos, en 426 antes de la era vulgar; según otros, en 429 ó 430. Vivió hasta una edad muy avanzada; los que menos años le dan le hacen llegar a los ochenta.
76. Oyó a Sócrates durante ocho años, y en seguida viajó por el Egipto, la Sicilia y la Gran Grecia, donde a la sazón florecían las escuelas pitagórica y eleática. Enriquecido con los tesoros de Oriente y Occidente, amplió las doctrinas de su maestro; al paso que éste sólo se había ocupado de la moral, Platón se dilató por todas las regiones de los conocimientos humanos. A levantar su fama contribuyó mucho su talento oratorio y poético. Sabido es el dicho de Tulio: «Si los dioses quisieran hablar el lenguaje de los hombres, emplearían el de Platón.»
77. Su escuela se llamó académica, porque enseñaba en un lugar de este nombre, que era jardín de un ciudadano llamado Academus. La forma de sus discusiones era el diálogo, a imitación de Sócrates, y conservando algo de la máxima de su maestro, sólo sé que no sé nada, era muy cauto en afirmar, y examinaba con calma y detenimiento las opiniones opuestas. De aquí resulta la dificultad de conocer muchas veces su verdadera opinión, pues no se alcanza fácilmente si la adopta o si la deja a la responsabilidad de los personajes que introduce en sus diálogos.
78. Esta dificultad se aumenta a causa de que encubría bajo el misterio una parte de sus doctrinas, imitando a los pitagóricos, que tenían una explicación para el público y otra para los iniciados, con lo cual, si bien nos dejaba en la oscuridad sobre varios puntos, evitaba al menos el que se le obligase, como a Sócrates, a pagar su filosofía con un vaso de cicuta.
79. De esta oscuridad se han quejado muchos, entre ellos Fontenelle, quien, además, pretendía encontrar en el filósofo no pocas contradicciones. Esto no es extraño si se reflexiona que cuando se fluctúa o se aparenta fluctuar entre doctrinas opuestas es fácil que los escritos ofrezcan cierta variedad, que se acerquen a la contradicción. Antes que el filósofo francés le había hecho el mismo cargo Cicerón, bien que en boca del epicúreo Veleyo (De Nat. Deor., lib. I). «Largo sería, dice, el contar las variaciones de Platón.» Jam de Platonis inconstantia longum esset disserere.
80. A semejanza de muchos filósofos de la antigüedad, admitía Platón la eternidad de la materia, pero explicaba la formación del universo como obra de una inteligencia infinita. En la importancia que daba a las matemáticas se ve que alcanzaba cuán necesarias son para el estudio de la Naturaleza. Conocida es la inscripción de la puerta de su escuela: «No entre aquí el que ignore la geometría.»
81. La inmortalidad del alma se halla sostenida con calor y elocuencia en los escritos de este filósofo; calcúlese cuál sería el efecto de sus palabras por lo que Cicerón nos refiere de Cleombrato de Ambracia, quien, habiendo leído el libro de Platón sobre esta materia, concibió tal deseo de pasar a la otra vida que desde un muro muy alto se precipitó al mar: Quem ait (Callimacus) cum ei nihil adversi accidesset, e muro se in mare abjecisse, lecto Platonis libro (Tusc., lib. 1, § 34), En algunos pasajes habla de la metempsicosis o transmigración de las almas, que habría aprendido en las escuelas de Oriente y de Italia. También se pudiera dudar si ésta era su opinión o solamente una de tantas teorías como pone en escena.
82. Las doctrinas morales de Platón son las de Sócrates, y a más de la sanción de la conciencia y de su origen divino señala premios y castigos en la vida futura.
83. El alma, según Platón, no sólo existirá después del cuerpo, sino que existía antes que él; por manera que sus ideas actuales son recuerdos de un estado anterior a su unión con la materia organizada.
84. Sin ser escéptico ni idealista, pudo Platón dar lugar a que el escepticismo y el idealismo se desarrollasen en los tiempos posteriores: el escepticismo, a causa de que en sus escritos se hallan razones en pro y en contra de todo y propuestas en tal forma que no siempre se descubre a cuál da la preferencia; el idealismo, porque llevando hasta el refinamiento su ideología espiritualista, parece a veces olvidarse de la realidad de la materia. Para comprender esto es preciso tener noticia de lo que él llamaba ideas.
85. Las ideas del sistema de Platón no eran simples especies o conceptos de las inteligencias; no eran meros tipos que hubiesen servido para la formación de las cosas, ni tampoco seres débiles y pasajeros que tuviesen una existencia fugitiva; por el contrario, las ideas eran lo que en el mundo hay de real, de necesario, de absoluto; eran al propio tiempo origen del conocimiento y de la realidad, eran tipo y causa de todo lo que existe en el universo.
86. En esta doctrina se descubre un extraordinario esfuerzo contra el sensualismo; un deseo de levantar la ciencia a un orden absoluto, necesario, superior a los pasajeros fenómenos de la sensibilidad, notándose una grande elevación de ingenio en el consignar la parte fija, invariable, eterna que se halla en el mundo de la razón. Pero, según como se la interprete, puede dar ocasión a graves errores, y he aquí uno de los puntos en que se echan de menos la claridad y precisión en las obras de este filósofo.
87. La doctrina de Platón es incontestable si se limita a señalar la línea, mejor diremos el abismo, que separa de la esfera sensible la racional, la necesidad de admitir un orden de ideas absoluto, que no nazca de los fenómenos individuales y contingentes del espíritu, sino que sea su regla y criterio (V. Ideología, caps. III y XIII). Es incontestable también si afirma que las verdades ideales deben tener un fundamento real y que la necesidad del mundo racional no se explica en no buscándole una fuente superior a las razones individuales. (Ibid. y Filosof. fund., libro IV, caps. XXIII y sig.). Esto es verdadero, es cierto; esto no han podido destruirlo Condillac y sus discípulos; la escuela sensualista ha sido vencida en los tiempos modernos como lo fue en los antiguos; entonces como ahora el espíritu humano no ha consentido que se le arrebatasen sus más altas prerrogativas. Pero ¿dónde busca Platón la necesidad, la realidad de las ideas, de los tipos de todas las cosas? ¿En la inteligencia divina? Entonces su doctrina es incontestable también. En el ser infinito se halla la razón, el tipo, la causa de todo ser finito, así en el orden ideal como en el real; allí está la fuente, no sólo de la realidad, sino también de la posibilidad. Nada existiría, nada sería inteligible, nada posible, si no existiera Dios.
Si Platón tomase las ideas en este sentido, bien pudiera decir que son absolutas, necesarias, eternas, tipo y causa de todas las cosas, fuente de toda verdad y realidad; pero si por ideas entiende seres distintos e independientes del ser infinito, su teoría es insostenible. ¿Cómo puede haber nada necesario fuera del ser absolutamente necesario? ¿Cómo puede haber nada real independiente de la realidad infinita? ¿Cómo puede haber una luz de los entendimientos independiente de la infinita inteligencia? Si las ideas son absolutas y necesarias, cada una de por sí será Dios, y Platón cae en un politeísmo ideal, y se verá precisado a admitir muchedumbre de dioses, no subordinados entre sí, sino todos necesarios e infinitos.
La subsistencia de las ideas, independientemente de Dios, parece no estar de acuerdo con sus doctrinas respecto al origen del mundo. En efecto: supuesto que mira al universo como obra de la inteligencia divina, debe convenir en que Dios tenía en su entendimiento ideas de lo que hacía; si, pues, se ha hecho todo con arreglo a los tipos eternos de que nos habla Platón, dichos tipos estaban en el entendimiento divino. Decir que la misma inteligencia de Dios recibe su luz de las ideas absolutas, considerándolas como seres distintos a los cuales se conforma, es la más extravagante de las ficciones, porque si hallamos en el ser necesario las ideas con que hace las cosas, ¿por qué hemos de buscar a estas ideas un ulterior origen en algo distinto del ser necesario? ¿Buscamos necesidad? Allí está. ¿Buscamos plenitud de ser? Allí está. ¿Buscamos infinita inteligencia? Allí está. ¿Buscamos unidad donde se halle el principio, origen y vínculo de todas las verdades? Allí está. ¿Con qué razón, pues, saldríamos del ser infinito, e imaginaríamos otros independientes de él?
88. Las teorías morales de Platón son sublimes; baste decir que hace consistir la virtud en la imitación de Dios. No es tan feliz cuando desciende a la práctica: en su famosa República se hallan cosas que ruborizan, y a sus Diálogos los ha llamado Jefferson libelos contra Sócrates.
89. El bello ideal de su política era la absorción del individuo por la sociedad, la cual habría llegado a su más alta perfección cuando todo fuese común, inclusas las mujeres. «El estado más perfecto, dice Platón, será aquel en el cual se practique más al pie de la letra y cumplidamente el antiguo adagio de que todo es realmente común entre los amigos. Dondequiera que suceda o deba suceder un día que sean comunes las mujeres, los hijos, los bienes, empleándose todo el cuidado posible a fin de que desaparezca del trato de los hombres hasta la palabra propiedad, de modo que lleguen a ser comunes en cuanto sea dable aun las cosas que la Naturaleza ha concedido al hombre en propiedad, como los ojos, los oídos, las manos, hasta tal punto que todos los ciudadanos crean obrar, oír, ver, en común, y aprueben o censuren todos unas mismas cosas, y sus penas y placeres tengan unos mismos objetos; en una palabra, dondequiera que las leyes se propongan hacer al Estado perfectamente uno, allí hay el colmo de la virtud política, y las leyes no pueden tener dirección mejor. Ese Estado, ya sea morada de dioses o hijos de dioses, es la mansión de la más cumplida felicidad» (De las leyes, lib. V).
90. Las ideas de Platón sobre la esclavitud y todo lo concerniente a la organización de la sociedad, se resienten del espíritu de su tiempo; se experimenta una impresión desagradable al encontrar ciertas doctrinas y sistemas en los escritos de un varón tan eminente (V. El protestantismo comparado con el catolicismo en sus relaciones con la civilización europea, tomos I y 2).
ARISTÓTELES
91. Al lado de Platón merece un lugar preferente su insigne discípulo Aristóteles. Nació en Estagira de Tracia, por los años de 382 antes de la era vulgar. Su nombre va unido al de Alejandro Magno, de quien fue preceptor. Alejandro solía decir que a su padre le debía el vivir, y a su maestro el vivir bien.
92. Aristóteles fue discípulo de Platón por espacio de veinte años, y éste le distinguía entre los alumnos; conociendo sus grandes talentos, llamábale la mente, el alma de su escuela. Su ingenio extraordinario no era a propósito para seguir a ciegas el camino trazado por su maestro; fundó, pues, una nueva escuela llamada de los peripatéticos, porque tenían la costumbre de enseñar paseando en un lugar llamado Liceo.
93. El genio de Aristóteles no era poético, como el de Platón; inclinábase a lo positivo y práctico, y, por consiguiente, propendía a los términos medios. Sus escritos son cultos, elegantes, modelo de estilo filosófico; pero carecen de aquellos arranques que distinguen a Platón aproximándole a los poetas. Quizás contribuyó algún tanto a moderar el espíritu y el estilo de Aristóteles el vivir mucho tiempo en una corte, a la vista de negocios; tal realidad encierra escasa poesía. Comoquiera, se nota en las obras de Aristóteles la especulación metafísica combinada siempre con la observación; se eleva a la región de las ideas, y allí excogita sus famosas categorías; pero no se desdeña de bajar a la tierra y escribir la historia de los animales. La diversidad de estas obras indica el espíritu de combinación característico de Aristóteles.
94. Probablemente ningún filósofo antiguo ni moderno ha ejercido una influencia igual a la de Aristóteles, pues que ya desde su tiempo modificó en gran manera el curso de las ideas, y ha venido conservando su ascendiente hasta nuestros días. Sin embargo, podemos conjeturar con harto fundamento que si él resucitase para revisar sus obras se quejaría dé graves variaciones que en ellas se habrán hecho. Estropeadas por la polilla y la humedad, a causa de haber estado ocultas ciento treinta años, fueron restauradas y corregidas primero por Peyo Apellicon, y después, en Roma, por Tirannio y Andrónico, en tiempo de Sila; ¿y quién es capaz de decir lo que pudieron hacer manos extrañas, y que tal vez en muchos casos no entenderían el manuscrito, ora por estar borrado, ora por lo recóndito de su filosofía? Posteriormente, con el transcurso de veinte siglos, han debido de sufrir considerables averías. Hay graves dudas sobre varias obras que se le atribuyen y que algunos críticos tienen por apócrifas, y, por otra parte, nos faltan algunos de sus trabajos, cuya memoria nos ha conservado la antigüedad. Cicerón inserta un magnífico pasaje de Aristóteles sobre la existencia de Dios, y que no se halla actualmente en las obras de este filósofo.
95. La ideología de Aristóteles se diferencia mucho de la de Platón. El filósofo de Estagira no admite las ideas innatas, y, por consiguiente, no explica el conocimiento como una reminiscencia. Asienta el principio de que todos nuestros conocimientos vienen de las sensaciones: nada hay en el entendimiento que antes no haya estado en el sentido: Nihil est in intellectu quod prius non fuerit in sensu; y al alma, antes de recibir sensaciones, la considera como una tabla rasa en que nada hay escrito: sicut tabula rasa in qua nihil est scriptum. Sin embargo, Aristóteles no es un verdadero sensualista: su ingenio era demasiado alto para contentarse con la filosofía de Locke y Condillac.
96. Por medio de las sensaciones se despierta en el alma una actividad independiente de ellas, de un orden superior al sensible, la cual eleva los materiales de la sensación a la esfera intelectual y engendra las ideas. El criterio de la verdad no está en los sentidos, sino en el entendimiento; las reglas del mundo intelectual no se confunden con los fenómenos sensibles. Cada sentido, de por sí, presenta el objeto externo bajo el aspecto correspondiente; pero estos aspectos, a más de estar limitados a la esfera del sentido que los percibe, son puramente individuales, y de aquí la necesidad de un receptáculo donde se una y coordine esta variedad de impresiones. A esto sirve el sentido o sensorio común, facultad superior a los sentidos particulares y que forma, por decirlo así, un conjunto de lo que éstos le transmiten por separado. Mas con esta reunión no se ha llegado todavía a objetos puramente inteligibles ni a la percepción intelectual de los sensibles; y he aquí la necesidad del entendimiento, facultad del alma que nos hace conocer las cosas no sensibles y que nos da la percepción intelectual de las sensibles. Estos conceptos puros versan sobre objetos incorpóreos o corpóreos, sobre realidades o abstracciones; son las ideas, las que se distinguen esencialmente de las sensaciones. Hay, pues, una gravísima diferencia entre la teoría de Aristóteles y la de los sensualistas. Estos dicen: «Todo lo que hay en el alma es sensación, actual o recordada, primitiva o transformada; pensar es sentir»; aquél dice: «Las sensaciones son necesarias para despertar la actividad del alma, pero esta actividad es muy superior a las facultades sensitivas. Por ella conocemos lo no sensible, y percibimos intelectualmente lo Sensible. El criterio de la verdad no está en los sentidos, sino en el entendimiento; las reglas de los fenómenos intelectuales son diferentes de las que rigen en los sensibles: el sentido percibe lo individual, el entendimiento lo universal.»
96. Aristóteles conviene con Platón en distinguir de las sensaciones las ideas, y en poner en éstas el verdadero objeto del entendimiento; pero no lleva las cosas hasta el punto de convertir las ideas en seres subsistentes; las mira como productos de una actividad que obra con sujeción a las leyes del orden intelectual. Respecto a los objetos corpóreos, las sensaciones son la materia y los conceptos la forma; respecto a los incorpóreos, las sensaciones no son la materia, sino fenómenos excitantes de la actividad intelectual.
97. La variedad de formas universales que la actividad intelectual engendra, y que aplica a los objetos, se puede reducir a ciertas clases, que Aristóteles llama categorías; son diez: sustancia, cantidad, relación, cualidad, acción, pasión, lugar, tiempo, posición y hábito. Según Aristóteles, se podían ofrecer sobre un objeto las cuestiones siguientes: Quid est, quantum, ad quid (refertur), quale, quid agit, quid patibur, ubi est, quando, quo situ, quo modo. Las ideas correspondientes a estas cuestiones forman las categorías.
98. Un filósofo que de tal modo analizaba las ideas debía inclinarse al examen de las leyes del entendimiento; y he aquí por qué Aristóteles fue tan profundo y sutil dialéctico, llevando este arte a una altura muy superior a la que tuvieran en las escuelas anteriores. Consideró la lógica como el instrumento órgano de todas las demás ciencias, ocupándose muy particularmente en explicar la naturaleza y las formas del raciocinio, entre las cuales figura en primera línea el silogismo. Según Aristóteles, hay en nosotros dos especies de conocimientos: uno inmediato, otro mediato; el primero se refiere a los principios o axiomas, verdades indemostrables, a que el entendimiento asiente sin necesidad de prueba; el segundo tiene por objeto las verdades ligadas con los axiomas, y cuyo enlace no se nos ofrece a primera vista, sino que necesitamos sacarle por el raciocinio. Este se forma de juicios, los que a su vez se componen de ideas; y así Aristóteles analiza los juicios y las ideas para llegar al conocimiento completo del raciocinio. Como las palabras tienen tan íntima relación con las ideas, el profundo dialéctico no descuidó este ramo importante, examinando la expresión de las ideas y de los juicios en los términos y proposiciones. Así, la lógica de Aristóteles forma un completo cuerpo de ciencia, cuya ingeniosa trabazón no han podido menos de admirar los filósofos que le han sucedido. Sea cual fuere el juicio que se forme sobre su utilidad en la práctica, siempre es necesario convenir en que éste es un monumento que honra al entendimiento humano y que ha contribuido poderosamente a los adelantos ideológicos.
99. La cosmología de Aristóteles es también un sistema íntimamente trabado, aunque deja mucho que desear bajo diferentes aspectos. Su espíritu observador no podía satisfacerse con las teorías idealistas de Platón, ni su elevado genio podía contentarse con las mecánicas descripciones de Demócrito; así, ni admitió con el último la combinación atomística, ni afirmó con el primero que el mundo corpóreo fuese una imagen de las ideas en las cuales se encontraba la verdadera realidad. Excogitó su materia y forma, y con ellas se propuso explicar el mundo.
100. La materia no es, según Aristóteles, un conjunto de átomos; la forma no es la disposición de éstos en el espacio; si tal fuera su teoría se confundiría con la de Demócrito. La materia por sí sola no es cuerpo, pero es un principio que entra en todos los cuerpos; carece de actividad, pero en cambio es una potencia universal para recibir todas las formas. La materia existe, mas no sola, sino en cuanto está unida a la forma que le da el acto, y junto con ella constituye la naturaleza. La forma es lo que actúa a la materia, la que uniéndose a ella la hace ser, y ser tal cosa; la forma no existe separada de la materia; ella en sí no es más que acto de la materia, de la cual necesita como de un fondo, de un substratum, donde se asiente y a que comunique su actualidad. Esta es la que se llama forma sustancial, a diferencia de las accidentales, que consisten en cierta disposición de las partes o en otras modificaciones que no afectan la íntima naturaleza del cuerpo. La tierra, combinada con otros elementos, da una planta; ésta se transforma en madera; ésta, en carbón; éste, en ascua; ésta, en ceniza: el fondo común que va pasando sucesivamente por las naturalezas de tierra, de planta, de carbón, de fuego, de ceniza, es la materia; el acto que da a esa potencia la naturaleza de las cosas en que se va convirtiendo, es la forma sustancial. El resultado es el cuerpo. Sin alterarse la naturaleza de la madera es capaz de recibir la figura de escaño, mesa o silla; puede estar en quietud o en movimiento, húmeda o seca, caliente o fría; estas modificaciones se llaman accidentes o formas accidentales, a diferencia de la sustancial, que lleva consigo una naturaleza nueva.
101. Esta teoría es menos idealista que la de Platón y menos mecánica que la de Demócrito. Aristóteles no hace de las formas unas ideas subsistentes en sí mismas, pero tampoco considera los cuerpos como simples conjuntos de partes. La diferencia entre ellos no resulta de la de una forma ideal, separada y subsistente en sí; pero tampoco consiste en el diverso modo de la colocación de los átomos. Los cuerpos, aun suponiéndoselos con una disposición idéntica de partes, se distinguen por sus esencias particulares que resultan de la respectiva forma sustancial.
102. Al renacer en Europa la filosofía atomística o corpuscular, fue muy ridiculizado el sistema de Aristóteles; sin embargo, la reflexión y la experiencia han enseñado que tampoco se explica el mundo por la diversa posición de los átomos. Leibnitz observó que las teorías mecánicas no bastaban a las necesidades de la física; y en nuestros tiempos, lejos de que gana terreno la filosofía corpuscular, hay una tendencia hacia las teorías dinámicas, las que, exageradas, conducen al idealismo.
103. De la unión de la forma con la materia resultan los cuerpos; pero entre éstos hay un orden: los unos son primitivos, los otros son compuestos; aquéllos son los elementos; éstos, el resultado. Los elementos son cuatro agua, aire, tierra y fuego. La tierra y el agua son pasivos; el aire y el fuego, activos. Todos los cuerpos sublunares se forman de la combinación de estos cuatro elementos; mas para los celestes se necesita otro superior, del cual se componen los astros.
104. Según Aristóteles, el mundo es eterno, no sólo en cuanto a la materia, sino también a su forma, bien que dependiente de Dios en su movimiento.
105. El alma humana es distinta de los cuerpos: y la llama entelechia, palabra griega que, según Cicerón, viene a significar moción continua y perenne; quasi quamdam continuatam et perennem motionem (Tusc., lib. I). Parece que Cicerón, tan versado en la lengua griega, y que tuvo la ventaja de conocerla viva, debió comprender el genuino sentido de la palabra entelechia; no obstante, son muchos los críticos que no lo creen así, y opinan que no significa movimiento, sino cosa que es fin, o finalidad; por manera que Aristóteles quiso expresar que el alma es un ser completo, acabado, fin del cuerpo, y que preside a su organización. Comoquiera, es cierto que Aristóteles consideraba el alma como un ser distinto del cuerpo; no como un resultado de la organización, sino como un principio de la misma; la materia no le daba nada, lo recibía todo de ella.
106. ¿Admitía Aristóteles la inmortalidad del alma? Desde luego se puede asegurar que, según las doctrinas de este filósofo, la muerte del cuerpo no implica la del alma, pues que no la miraba como el resultado de la organización, sino como el principio de la misma. Pero esto no basta para dejar en salvo la verdad; y según parece, no está bastante clara sobre este punto la mente del filósofo. Pretenden algunos que Aristóteles no admitía la personalidad del alma sino durante la vida actual, y que en terminando ésta se confundía en no sé qué entendimiento universal, como una gota de agua en el Océano. Esta es una explicación que me parece indigna de un genio tan eminente; pero la experiencia enseña que la razón, abandonada a sí sola, cae en los mayores extravíos.
107. Al fin de sus días Aristóteles fue perseguido como sospechoso de impiedad, por lo cual tuvo el disgusto de morir fugitivo de su patria. Fácil es comprender que un entendimiento como el de Aristóteles no se satisfacía con la religión idólatra; pero sería injusto acusarle de ateísmo. Sabido es que probaba la existencia de Dios por la necesidad de un primer motor; y aunque no siempre se exprese con debida claridad, resulta de sus obras que miraba a Dios como un ser necesario, inteligente, distinto del universo y causa del movimiento. Si tuviésemos completas las obras de Aristóteles conoceríamos su mente con mayor certeza; mas por lo que de sí arroja un precioso pasaje que de ellas nos ha conservado Cicerón, se deja entender qué las ideas de este filósofo sobre Dios, como ordenador y gobernador del mundo, eran muy claras y fijas. He aquí sus palabras: «Si hubiese debajo de la tierra gentes que hubieran vivido en cómodas y espléndidas habitaciones, adornadas con estatuas y cuadros y provistas de cuanto suelen disfrutar los que son tenidos por dichosos; y que, sin haber salido nunca a la faz de la tierra, y habiendo oído hablar de dioses, salieran a esta superficie en que nosotros moramos, al ver la tierra, el mar, el cielo, la magnitud de las nubes, la fuerza de los vientos, el tamaño y la hermosura del sol, su fuerza activa, la difusión de su luz por el firmamento; y de noche la bóveda celeste tachonada de astros, las fases de la luna, ora creciente, ora menguante, y todos estos movimientos periódicos, ordenados, permanentes, inmutables; por cierto que al contemplar semejante espectáculo dirían que hay dioses, y que el universo es obra de los dioses» (De Nat. Deor., libro II).
21 mar 2011
LOS SOFISTAS
En los sofistas vuelve a aparecer un nuevo tipo de filósofo: el ilustrado social, erudito e intelectual al mismo tiempo. El sofista no procede ya de la aristocracia, como la mayoría de los filósofos más antiguos y también Platón, y ofrece, por tanto, sus servicios a cambio de unos honorarios. Como maestro profesional ambulante, instruye a los hijos de la clase alta en el arte de defender con éxito sus intereses y
opiniones en los órganos de la democracia: la asamblea popular y los tribunales, pues todavía no existen los abogados. Los sofistas, extranjeros sin derecho de ciudadanía, son vistos a menudo en Atenas con desconfianza y menosprecio. Por otra parte,
bastantes de ellos se hacen ricos y famosos.
Cinco innovaciones, al menos, tienen su origen en los sofistas. En primer lugar, se enfrentan al reto de su época —los cambios estructurales sociales y políticos— y plantean nuevas preguntas en función de ese reto. Si el cosmos había sido el centro del interés hasta entonces, ahora lo es el ser humano, sus palabras y sus actos, su vida en común y la legitimación del poder político y, en particular, su capacidad de conocimiento. Según Cicerón, Sócrates fue «el primero que hizo bajar la filosofía del cielo, la asentó en las ciudades y la introdujo, incluso, en las casas, obligándola a preguntar por la vida, las costumbres, el bien y el mal».
En realidad, ese cambio de temas se lo debemos a los sofistas—después de iniciado en una primera fase por Heráclito—. También Sócrates está relacionado con su movimiento ilustrado, que saca a la filosofía de una comunidad estrecha y la lleva a la plaza pública.
En segundo lugar, los sofistas desarrollan una nueva relación con el lenguaje y descubren el carácter «agonal» («combativo») del discurso, dirigido a hacer triunfar la opinión propia. Para esta faceta, que considera la lengua como instrumento de poder, desarrollan el arte de la retórica y la argumentación. En este sentido se interesan —en tercer lugar— por la estructura y la «esencia» del lenguaje.
Practican una filosofía del lenguaje preguntándose, por ejemplo, si las palabras adquieren su significado por naturaleza (physei) o por convención (nomōi), por costumbre y acuerdo. Al plantear esas mismas cuestiones sobre los asuntos de la convivencia formulan —en cuarto lugar— la alternativa decisiva para la reflexión moral: la moral y el derecho, ¿existen por naturaleza («derecho natural»), lo que les daría una validez universal—para todas las personas y todos los tiempos—, o son solo producto de convenciones, lo que nos llevaría al relativismo y el escepticismo moral? El hecho de que la moral y el derecho protegen el bien común y la unidad del Estado (polis) habla en favor de la primera interpretación; en cambio, los debates sobre
puntos de vista morales y políticos y la circunstancia de que las democracias cambien sus leyes tradicionales y los distintos pueblos tengan costumbres diferentes aboga por la segunda.
Según Protágoras (481- 411 a. C), el sofista más importante, el hombre, ser imperfecto, tiene por naturaleza una predisposición social y moral. En cambio, Gorgias —que, al parecer, alcanzó la edad de ciento nueve años (483-374 a. C.)— defiende el derecho del más fuerte, al igual que Trasímaco y Calicles, contemporáneos de Sócrates, mientras que Antifón e Hippias afirman que todos los seres humanos son iguales por
naturaleza. Pero de ese principio no extraen la consecuencia democrática de una igualdad legal y política.
Si se entiende la retórica como mera técnica, se puede intentar convencer al oyente de cualquier opinión. Un arte así, encaminado a la disputa (erística), halla su correspondencia en un relativismo del conocimiento complementario de un relativismo y un escepticismo morales. Protágoras resume ese relativismo en su famosa frase: «El hombre es la medida de todas las cosas; de las que son, en cuanto que son, y de las que no son, en cuanto que no son». Ahí reside —en quinto lugar— el reto radical que se plantea a los futuros filósofos: ¿cómo se pueden hacer afirmaciones universalmente válidas a pesar de las objeciones de los sofistas?
opiniones en los órganos de la democracia: la asamblea popular y los tribunales, pues todavía no existen los abogados. Los sofistas, extranjeros sin derecho de ciudadanía, son vistos a menudo en Atenas con desconfianza y menosprecio. Por otra parte,
bastantes de ellos se hacen ricos y famosos.
Cinco innovaciones, al menos, tienen su origen en los sofistas. En primer lugar, se enfrentan al reto de su época —los cambios estructurales sociales y políticos— y plantean nuevas preguntas en función de ese reto. Si el cosmos había sido el centro del interés hasta entonces, ahora lo es el ser humano, sus palabras y sus actos, su vida en común y la legitimación del poder político y, en particular, su capacidad de conocimiento. Según Cicerón, Sócrates fue «el primero que hizo bajar la filosofía del cielo, la asentó en las ciudades y la introdujo, incluso, en las casas, obligándola a preguntar por la vida, las costumbres, el bien y el mal».
En realidad, ese cambio de temas se lo debemos a los sofistas—después de iniciado en una primera fase por Heráclito—. También Sócrates está relacionado con su movimiento ilustrado, que saca a la filosofía de una comunidad estrecha y la lleva a la plaza pública.
En segundo lugar, los sofistas desarrollan una nueva relación con el lenguaje y descubren el carácter «agonal» («combativo») del discurso, dirigido a hacer triunfar la opinión propia. Para esta faceta, que considera la lengua como instrumento de poder, desarrollan el arte de la retórica y la argumentación. En este sentido se interesan —en tercer lugar— por la estructura y la «esencia» del lenguaje.
Practican una filosofía del lenguaje preguntándose, por ejemplo, si las palabras adquieren su significado por naturaleza (physei) o por convención (nomōi), por costumbre y acuerdo. Al plantear esas mismas cuestiones sobre los asuntos de la convivencia formulan —en cuarto lugar— la alternativa decisiva para la reflexión moral: la moral y el derecho, ¿existen por naturaleza («derecho natural»), lo que les daría una validez universal—para todas las personas y todos los tiempos—, o son solo producto de convenciones, lo que nos llevaría al relativismo y el escepticismo moral? El hecho de que la moral y el derecho protegen el bien común y la unidad del Estado (polis) habla en favor de la primera interpretación; en cambio, los debates sobre
puntos de vista morales y políticos y la circunstancia de que las democracias cambien sus leyes tradicionales y los distintos pueblos tengan costumbres diferentes aboga por la segunda.
Según Protágoras (481- 411 a. C), el sofista más importante, el hombre, ser imperfecto, tiene por naturaleza una predisposición social y moral. En cambio, Gorgias —que, al parecer, alcanzó la edad de ciento nueve años (483-374 a. C.)— defiende el derecho del más fuerte, al igual que Trasímaco y Calicles, contemporáneos de Sócrates, mientras que Antifón e Hippias afirman que todos los seres humanos son iguales por
naturaleza. Pero de ese principio no extraen la consecuencia democrática de una igualdad legal y política.
Si se entiende la retórica como mera técnica, se puede intentar convencer al oyente de cualquier opinión. Un arte así, encaminado a la disputa (erística), halla su correspondencia en un relativismo del conocimiento complementario de un relativismo y un escepticismo morales. Protágoras resume ese relativismo en su famosa frase: «El hombre es la medida de todas las cosas; de las que son, en cuanto que son, y de las que no son, en cuanto que no son». Ahí reside —en quinto lugar— el reto radical que se plantea a los futuros filósofos: ¿cómo se pueden hacer afirmaciones universalmente válidas a pesar de las objeciones de los sofistas?
PARMÉNIDES Y ZENÓN
Parménides (nacido c. 540 a. C.) conoce en el sur de Italia las doctrinas de Jenófanes y Pitágoras. Fue un gran legislador de su ciudad, Elea. En filosofía establece la doctrina de «lo que es» (en griego, on), la enseñanza del ser u ontología. La forma provocativa que da a la ontología —el ser no deviene ni se extingue, es uno y unitario, inmutable y perfecto— influye en toda la filosofía posterior, por ejemplo en
la teoría platónica de las ideas, en el concepto aristotélico de Dios y en el que desarrollaron los atomistas Leucipo y Demócrito para los componentes mínimos de la realidad.
Al igual que Jenófanes y Heráclito, Parménides somete también a examen la posibilidad del conocimiento humano, distinguiendo rigurosamente entre la experiencia, transmitida por los sentidos, y el saber, accesible al logos. Afirma además que solo el logos permite un verdadero conocimiento, referido exclusivamente al ser imperecedero. Esta afirmación adicional, que acentúa la provocación de Parménides, proporciona su articulación al texto correspondiente, un poema didáctico. La primera parte del poema trata de la verdad y el ser («pues ser y pensar son lo mismo»); la segunda, de la «opinión engañosa de los mortales». Consciente del escándalo que va a provocar su
doctrina, Parménides inicia ambas partes con un «prólogo» que la presenta como un mensaje divino susceptible de ser examinado por la razón.
El sentido y la trascendencia de su teoría son objeto de discusión,
1) La cuestión ontológica es la siguiente: ¿niega Parménides la realidad del mundo de la experiencia?; ¿o bien, en un sentido «más modesto», establece un «corte metafísico», tal como se insinuaba en Tales, y distingue netamente entre el mundo experiencial y su fundamento, no susceptible ya de ser experimentado?
2) La cuestión epistemológica dice así: ¿defiende Parménides un racionalismo extremo que solo concede la posibilidad de un conocimiento verdadero al pensamiento totalmente ajeno al mundo experiencial?; ¿o afirma, de manera «más modesta», que el verdadero conocimiento tiene un componente de inmutabilidad que es el que responde exclusivamente de su verdad?
Como ese componente va más allá (en latín, transcenderé) de la realidad habitual y constituye, al mismo tiempo, la condición de su conocimiento (Kant lo llamará «trascendental»), Parménides se topa con una realidad ante la cual nos quedamos, literalmente, sin oído ni vista: descubre una realidad trascendente y, al mismo tiempo, trascendental. El hecho de que rechace como engañosa la visión cotidiana del mundo, el discurso sobre la generación y la corrupción de las cosas, sobre la multiplicidad y la diferencia, y, sin embargo, se ocupe de él, habla en favor de la interpretación más modesta. En efecto, en la segunda parte del poema Parménides ve el mundo compuesto por dos elementos —luz y noche—, explica el origen de las cosas por una mezcla de ambos y, según parece, atribuye, además, cierta validez a esa «explicación», aunque no la excelsa pretensión de verdad.
Zenón (c. 495-445 a. C.) formuló sus famosas paradojas en defensa de la provocadora doctrina de Parménides y para mofarse, a su vez, de las burlas de que era objeto. En las paradojas se manifiesta una nueva forma del filosofar: una perspicacia constructiva unida a un genio pedagógico, pues son contradicciones en las que se enreda el sentido común y que le exigen reflexión y modestia.
la teoría platónica de las ideas, en el concepto aristotélico de Dios y en el que desarrollaron los atomistas Leucipo y Demócrito para los componentes mínimos de la realidad.
Al igual que Jenófanes y Heráclito, Parménides somete también a examen la posibilidad del conocimiento humano, distinguiendo rigurosamente entre la experiencia, transmitida por los sentidos, y el saber, accesible al logos. Afirma además que solo el logos permite un verdadero conocimiento, referido exclusivamente al ser imperecedero. Esta afirmación adicional, que acentúa la provocación de Parménides, proporciona su articulación al texto correspondiente, un poema didáctico. La primera parte del poema trata de la verdad y el ser («pues ser y pensar son lo mismo»); la segunda, de la «opinión engañosa de los mortales». Consciente del escándalo que va a provocar su
doctrina, Parménides inicia ambas partes con un «prólogo» que la presenta como un mensaje divino susceptible de ser examinado por la razón.
El sentido y la trascendencia de su teoría son objeto de discusión,
1) La cuestión ontológica es la siguiente: ¿niega Parménides la realidad del mundo de la experiencia?; ¿o bien, en un sentido «más modesto», establece un «corte metafísico», tal como se insinuaba en Tales, y distingue netamente entre el mundo experiencial y su fundamento, no susceptible ya de ser experimentado?
2) La cuestión epistemológica dice así: ¿defiende Parménides un racionalismo extremo que solo concede la posibilidad de un conocimiento verdadero al pensamiento totalmente ajeno al mundo experiencial?; ¿o afirma, de manera «más modesta», que el verdadero conocimiento tiene un componente de inmutabilidad que es el que responde exclusivamente de su verdad?
Como ese componente va más allá (en latín, transcenderé) de la realidad habitual y constituye, al mismo tiempo, la condición de su conocimiento (Kant lo llamará «trascendental»), Parménides se topa con una realidad ante la cual nos quedamos, literalmente, sin oído ni vista: descubre una realidad trascendente y, al mismo tiempo, trascendental. El hecho de que rechace como engañosa la visión cotidiana del mundo, el discurso sobre la generación y la corrupción de las cosas, sobre la multiplicidad y la diferencia, y, sin embargo, se ocupe de él, habla en favor de la interpretación más modesta. En efecto, en la segunda parte del poema Parménides ve el mundo compuesto por dos elementos —luz y noche—, explica el origen de las cosas por una mezcla de ambos y, según parece, atribuye, además, cierta validez a esa «explicación», aunque no la excelsa pretensión de verdad.
Zenón (c. 495-445 a. C.) formuló sus famosas paradojas en defensa de la provocadora doctrina de Parménides y para mofarse, a su vez, de las burlas de que era objeto. En las paradojas se manifiesta una nueva forma del filosofar: una perspicacia constructiva unida a un genio pedagógico, pues son contradicciones en las que se enreda el sentido común y que le exigen reflexión y modestia.
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